Por Yolanda Cañizares Martínez (Cuba)
¡Su pobre madre! Él había estado en los
brazos de muchas mujeres, pero como los de su madre no había sentido otros. Sus
brazos le habían dado ternura, comprensión y perdón muchas veces. Su vida loca
molestaba a todos, menos a su madre. Ella lo justificaba, le atribuía razones.
Nunca lo había herido, por el contrario, lo había sanado de los golpes que él
se había buscado en la vida.
Cuando
su hermana vino a avisarle que su madre estaba en el hospital con hemorragias y
necesitaba sangre, se volvió loco, sintió como si un gran abismo quisiera
tragárselo. Perdonarle a ella, que
muriera y lo dejara sin su dulce presencia, pensaba que le sería imposible.
Corrió desesperado, le parecía que nunca
llegaría al banco de sangre, porque algo quería impedirle que la salvara.
Ya todo había terminado. Sentía una mezcla de
alegría y dolor. Su madre no había podido esperar a la transfusión, se había
ido antes, ese era el dolor; pero la alegría estaba en que ella nunca sabría lo
que estaba escrito en el papel de su análisis de sangre, que le había entregado
la enfermera: VIH-positivo.
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