Por Yolanda Cañizares Martínez (Cuba)
Aquel
riachuelo recordaba cuando corría con ímpetu entre los riscos, entonces sus
aguas eran claras, transparentes. Todos decían que era como un cristal donde
estaban pintados la imagen verde de los árboles y el azul del cielo.
¡Qué
orgulloso se sentía! Muchos lo alababan, admiraban la blanca espuma que su agua
pura formaba. Algunos disfrutaban al hacer zambullidas en él. Pequeños
pececillos habían hecho allí su hogar.
Ahora
todo era recuerdo. La gente botaba en él todo lo inútil, porque según ellos era
un lugar cercano y nadie lo impedía. Las industrias le vomitaban sus
desperdicios porque él ayudaría a llevarlos hasta el mar. Científicos
indolentes miraban como su cause se secaba y solo quedaban restos de agua
verdosa y maloliente. Alegaban que ya no valía la pena ocuparse de él, que era
insalvable. Los árboles de sus orillas se habían secado y el silencio iba
sustituyendo a la vida en el lugar.
Cuando
los cartógrafos confeccionaron un atlas cincuenta años después, el riachuelo no
aparecía en él, había dejado de existir. El hombre fue su asesino.
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