Por Yolanda Marta Cañizares Martínez (Havana, Cuba)
— Santos y buenos días — dijo la Muerte, y ninguno
de los presentes la pudo reconocer.
No, no. Fue, que no, que no la quisieron reconocer
en aquella figura de trenza retorcida, sombrero y mano amarilla al bolsillo,
porque la Esperanza, con presencia expectante, permanecía junto a quienes en la
penumbra allí esperaban: Un pequeñuelo sobre el lecho con rostro macilento,
ojos cerrados y lánguidos latidos de su corazón con vida huidiza, los padres,
con las manos agarradas y las cabezas gachas y la Tristeza, triste junto a
ellos. Testaruda la Muerte, y queriendo ser la protagonista, decidió esperar
también, mientras se decía para sí con alegría complacida: ¡Cumplido está!
Sorpresivamente, con una luz que penetró e hizo
desaparecer la penumbra, se escuchó el prodigio: Tenemos un corazón donado
compatible.
En los labios del niño con ojos cerrados, una débil
sonrisa se dibujó. Los padres miraron hacia la luz y se sonrieron, la Esperanza
también lo hizo. La Tristeza se alejó, la Muerte se desvaneció y la Vida se
regocijó.
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